El
fútbol nos permite formar una convivencia nacional, la interacción entre
sujetos de condiciones sociales diferentes, en una situación de esparcimiento,
en pro de un sentimiento común identificados con un solo color.
No
tengo dudas que es en el fútbol donde puedo observar la imagen democrática más
hermosa y pura, el rico y el pobre, el negro, el mestizo, el blanco, el
amarillo, todos juntos, ante una determinada situación deportiva del club que
los identifica, se funden en un abrazo interminable, lleno de emociones,
justamente por ese sentimiento de identidad sin distinción alguna, y ese hecho
en particular, constituye un espacio privilegiado de representación nacional.
El
fanático, ese tercer pulmón del jugador, ese guardián de la identidad, es el
único que determina la legitimidad del sentimiento del Club.
Ahora
bien, existe una identidad de uniformes?
Las identidades de los
equipos o selecciones se expresan a través de los colores de la camisa como
habíamos dicho, y de esta manera, se convierte en el símbolo con el que se
identifica el fanático y que, en algunos casos,
sirve para identificarse en el mundo y son un orgullo sin par.
Los
fanáticos, y aficionados terminan por construir la identificación del nosotros
incluyente: El fanático va al estadio a jugar con su equipo, no a ver a su
equipo.
Y
si del futbol venezolano hablamos, esa
identificación con la VINOTINTO, hoy ya histórica,
(histórica tal vez marcada a partir de
aquel resultado de 2001, en donde se derrotó por primera vez en su
historia al Combinado Celeste de Uruguay por 2 a 0 con aquellos recordados
goles de Moran y Rondón), que se manifiesta hoy por hoy con un sentimiento de
identidad que merece resaltar.
Es de orden analizar si en
este crecimiento de sentimiento nacional por la Vinotinto, no están
interviniendo factores particulares de la propia idiosincrasia venezolana,
conformada por una aleación de sentimientos regionales de rebeldía y la recuperación
de vestigios históricos de su cultura, sus costumbres y sus tradiciones.
Cabe preguntarse, en estos
tiempos, si estamos ante un cambio de realidad social, donde el fútbol haya
desplazado al incontestable predominio del beisbol, o simplemente es el
resultado de una euforia pasajera por resultados deportivos.
Cabe preguntarse si esa
fuerza social que empuja desde las entrañas a la selección Vinotinto no es sino
una gran transformación que vive el deporte venezolano relacionada con el sentimiento
nacional, con un revolucionario
despertar de la sociedad deportiva, con el gran crecimiento de sus atletas, pero
también un grito de cambios sociales que no se pueden manifestar en otros
ámbitos, y se traslada imperceptiblemente al fútbol, ruidosamente al fútbol.
Acaso será una aleación de todos estos elementos de análisis?
Hoy por hoy en
Venezuela, a los resultados deportivos, se le suma compromiso de sus jugadores
por el color Vinotinto de su camiseta,
por su enseña, por el estandarte de una nueva generación que empuja, amalgamado
en la esperanza y la confianza, como un alud que arrastra a familias, amigos,
compañeros de colegio, compañeros de trabajo, gestando un embrión de un
sentimiento nacional que aglutinan a miles de venezolanos vestidos de Vinotinto
que sienten, sufren, palpitan al éxtasis del jubilo o a la amargura más
profunda según el resultado de su selección nacional, y donde más allá del
resultado y del extremismo emocional, se mantienen aferrados al compromiso, la
fidelidad por “su Vinotinto”.
Hoy la selección nacional es un sentimiento, y
nadie tiene dudas de eso. Era pensable esta situación hace unos pocos años
atrás? No tengo dudas que no. Por eso era necesario este análisis anterior de
los factores que llevan a esta hermosa e incontestable realidad.
Existe hoy una
especial simbiosis entre el país y su selección. Como observador que soy, puedo
decir que hoy por hoy todo venezolano, niño, adulto, o viejito es un fanático Vinotinto.,
fanático como definición, como vocación, como sentimiento.
Ese fanático Vinotinto que
como uruguayo con corazón venezolano ganó mi admiración, tiene su corazón como
bandera, flameando en la esperanza de estar en un Mundial, en este caso en
Brasil. Ese fanático hoy no tiene ciudad, no tiene Estado regional para
enfrentar o disimular la desazón de una derrota como lo vi en el último juego
contra Chile. Es huérfano del consuelo de la multitud.
El fanático Vinotinto resiste
como Napoléon en Waterloo. Resiste individual y personalmente. Su propia rebeldía
lo mantiene vivo. Y ante una victoria frente a un grande como Brasil, Argentina
o Uruguay, pareciera que siente ese placer de victoria que queda estampada en
la historia eternamente, como el ondazo de David contra Goliat. Ese es el
fanático. Ni más ni menos.
Más allá de sus comienzos de
color blanco en 1926, pasando por aquella roja del 89, o con aquellas
modificaciones en la franela, donde se
incluyeron los colores de la bandera en
las selecciones del 93 o 95, en un
proceso claro de búsqueda de identidad e identificación social, en épocas donde
además el futbol no era el primer deporte,
solo escuchamos la palabra
VINOTINTO histórica, a partir de hechos deportivos concretos, que marcaron
un antes y un después, donde además hubo una identificación de la fanaticada de
sus colores no precisamente con su origen sino por la identificación social con
ese color determinado, una mezcla del rojo sangre, de la pasión, del amor, de
lo que fluye por el cuerpo cuando se viste esa franela VINOTINTO, asociada a
hechos deportivos concretos.
No
olvidemos que la IDENTIDAD no es una esencia innata dada sino un proceso social de construcción.
Pocos saben hoy que en el
mundo del futbol, este color VINOTINTO, diferencia a todas las
selecciones del mundo, sea de América, Asia o África, que generalmente son
relacionados con la bandera, más allá que la misma haya sido creada como fruto
de la improvisación.
Es
importante subrayar que una concepción adecuada de identidad nacional no sólo
mira al pasado como la reserva privilegiada
donde están guardados los elementos principales de la identidad; también mira hacia el futuro y concibe la identidad como un
proyecto.
La pregunta por la identidad no sólo es entonces ¿qué somos?, sino
también ¿qué queremos ser?
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