En mi país Uruguay, con nuestro primer llanto de bienvenida a este mundo, nos regalan una pelota de fútbol. Nos dan un nombre, un apellido….una cédula que identifica legalmente quiénes somos y por supuesto, un camiseta de fútbol.
Digamos que es casi obligatoriamente hereditario.
Hasta no hace mucho tiempo, en algunos hogares, no seguir ese legado (el de ser hincha del mismo equipo que el padre), era tomado casi como una traición, provocando decepciones y frustraciones. Los niños, empapados de ingenuidad, y con una esponja de aprendizaje en sus cabezas, aprenden rápidamente dentro de sus primeras palabras, entre papá y mamá, el nombre de “su equipo”. Hay quienes además lo visten de pies a cabeza con los colores favoritos….del padre por supuesto
Comenzamos entonces, a usar un spray contagioso desde niños. En el baby fútbol (ahora llamado fútbol infantil), sembramos la semilla de la competencia, del enfrentamiento, y de la bipolaridad, que va desde la victoria como símbolo de alegría y superioridad sobre el otro, a la derrota como la nada, como símbolo de la frustración, del fracaso, del llanto y como consecuencia, del desprecio por el contrario de turno.
Hoy es “normal” hablar de la presión que sufren esos niños para que salven a sus familias. Todos hablan de ello. Pero desde el Palco Vip de la indiferencia porque “no es nuestro problema”. Pero no sólo es eso, luego vienen los castigos o los premios al niño por su desempeño en el campo de juego (“hoy si hacés un gol te llevo a Mc Donalds”…”pero cómo pudiste errar ese gol?... Hoy te quedas en el cuarto sin premio”).
Si Pierre de Coubartin, pedagogo, historiador y fundador de los Juegos Olímpicos, (“lo importante es competir”) resucitara, y viera en que se ha transformado el deporte, volvería espantado a su tumba
Ahora bien. Los niños, devenidos a pequeños adultos en el baby fútbol, con el tiempo crecen y con ello crecen sus frustraciones, bajo esa bipolaridad que los hace tomar decisiones basadas en sus experiencias , muchas veces frustrantes del mundo del deporte. Con su identidad apedreada por el rechazo y varios fracasos (no ser futbolista para muchos de ellos, es no ser alguien en la vida, basada en lo que su cerebro fue entrenado, y bajo elecciones no naturales sino impuestas), con el sentimiento del rechazo social, y con la carga de la frustración en sus mochilas, encuentra “su lugar”, “su espacio”, de “ser alguien” en estas barras o tribus salvajes (literalmente hablando), donde se sienten cobijados, arropados, protegidos, y amparados por una impunidad general (en todos los ámbitos) que causa asombro y estupor.
Frustrados y sin identidad. Un condimento ideal para asociarse a grupos organizados (porque sí lo son, porque están inmersos en el mundo del delito organizado y el narcotráfico algunos) de hinchas (¿?) sedientos por albergar a estos jóvenes sin perspectivas. Y lo peor, es que no lo reciben con bombos y platillos sino con drogas y alcohol. La percepción de identidad individual del hincha está cada vez más frágil y comprometida porque está dominada por estos grupos de falsos hinchas.
En esta sociedad cargada de instantaneidad, hambrienta de las cosas fáciles y rápidas, de egos y de poder, cada día hay más jóvenes que se unen como “hinchas” a un equipo de fútbol, pero más basándose en la búsqueda de una identidad que en la pasión por sus colores favoritos.
Las barras organizadas (y violentas), tienen su alimento diario, porque la sociedad enferma en la que viven, los potencian, porque se les da espacio y libertad, impunidad y hasta en algunos casos poder y fama. El fútbol hoy es el nicho ideal para desarrollar sus “potencialidades”.
Hay algo que para mí está claro: Cuando existe una desmoralización de las Instituciones, fermentan violencia. Cuando domina la cultura de la impunidad, y del miedo, fermentan violencia.
Cuando veo estos pequeños grupos que se amenazan por las redes sociales, cuando veo hinchas que provocan guerras particulares, y se enfrentan en las canchas, es porque hay una cultura del resentimiento y de la falta de respeto a los derechos del otro.
Para más condimento, los actores principales del espectáculo, tampoco colaboran. La justicia no aplica justicia, la policía desbordada y en muchos casos inútil e inexperta (y agrego: no se admite que la esposa del Ministro del Interior, esté en la misma tribuna cohabitando con uno de esos grupos mal llamados hinchas); alguna prensa utilizando un lenguaje bélico (“Este partido es de vida o muerte” “la batalla del año”, “no se admite perder” “hay que liquidar al adversario”); algunos dirigentes cruzando acusaciones entre sí, jugadores ensuciando el juego, cortando jugadas con faltas y violencia, insultos al rival (ahora con la boca tapada) y hasta algunos entrenadores impartiendo el anti juego, y dramatizándolo como si fuera lo último de sus vidas, porque de la famosa bipolaridad (ganar o perder), depende el futuro de su familia.
Tenemos el plato preparado. Y en todo este accionar transformamos la cancha de fútbol en una arena romana. El resultado de la ecuación es hasta lógico. Corridas, violencia, heridos y muertos.
En estos tiempos, por estas zonas, cuando rueda una pelota, rueda la violencia. Lo que fue creado para placer del hombre se ha vuelto en contra del hombre mismo.
La pregunta es: Está en el fútbol el causante de todos los males? No creo. No se encuentra allí la consistencia benéfica o maléfica, sino en qué tipo de orientación le damos al fútbol, y eso, la gran voz refrescante, y educadora, debe de venir desde las bases.
Me vino a la memoria las palabras de Jean Paul Sartre: “Lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”
Al fútbol le cambiamos la ropa. Hoy es mediatizado y comercializado. Perdimos la memoria, sobre sus orígenes genéticos, educativos, y normativos. Esta metamorfosis no está siendo positiva.
Tenemos un banquete: Desempleo, falta de conciencia social, educación, tráfico de drogas, crimen organizado, falta de valores familiares, falta de prevención, impunidad y corrupción. Un banquete llamado macroviolencia, que se ofrece a quien quiera, cada domingo en nuestras canchas.
Lo más doloroso: mientras rueda una pelota, la familia lo mira por televisión, y a los viejos ídolos se les cae una lágrima llena de nostalgia.
Hasta la próxima...reflexión